
—No te conozco, hijo. ¿Quién eres?
—Me llamo Miguel —le contestó el niño.
—No, Miguel, no me refiero a tu nombre. Lo que necesito saber, más bien, es quién te recomienda.
El niño miró de reojo sus harapos y respondió:
—Señor, yo creí que esta ropa vieja era la única recomendación que necesitaba.
Al oír esto, el doctor Bernardo lo tomó del brazo, lo miró fijamente a los ojos y le dijo:
—Tienes razón, hijo. Esa es la única recomendación que necesitas.
Esta anécdota nos lleva a reflexionar sobre nuestra condición espiritual. Pues así como al niño le convino reconocer su condición material, también a nosotros nos conviene reconocer nuestra condición espiritual. Sólo que una cosa es reconocerla, y otra es considerarla una recomendación ante Dios.
Muchos dicen: «Yo quisiera llevar una vida que agrade a Dios, pero no puedo. Hay muchas cosas en este mundo que me dominan. Soy pecador y lo reconozco. Por una parte quiero la aprobación de Dios, pero por otra reconozco que no la merezco. Dios no me puede aceptar a mí, porque estoy demasiado sucio.»
Al igual que el niño de la anécdota, éstos reconocen su condición sucia y harapienta; pero a diferencia de él, no reconocen que esa suciedad es precisamente la recomendación que Dios busca. El profeta Isaías puso el dedo en la llaga cuando dijo: «Todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia.»(Is. 64:6) Pero Jesucristo respondió: «No son los sanos los que necesitan médico sino los enfermos. No he venido a llamar a justos sino a pecadores para que se arrepientan.»(Lc. 5:31) Y luego cumplió esa misión que lo trajo al mundo cuando cumplió a su vez la profecía de Isaías, que dijo que sería «traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades», y que por sus llagas nosotros seríamos sanados.(Is. 53:5)
Así que, como dice Juan el apóstol, «si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos».(1 Jn. 1:8) Pero esa condición espiritual harapienta no nos impide que nos acerquemos a Dios, sino todo lo contrario: es lo que nos recomienda. Si queremos cambiar nuestra ropa sucia y andrajosa por ropa limpia y resplandeciente, es mejor que no lo intentemos mediante nuestros propios esfuerzos —tales como la autodisciplina, las penitencias y las buenas obras—, sino que le confesemos nuestros pecados a Dios. De hacerlo así, añade San Juan, Dios «nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad».(1 jn. 1:9)Y por si eso fuera poco, nos recibirá, pero no como huérfanos sino como hijos adoptivos, y no en un orfanato sino en nuestro hogar celestial.(Ro. 8.15-16; Ga. 4:4-7; Ef. 1:5; Jn. 14:2-3,18).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
ES IMPORTANTE PARA MI QUE APORTES TU OPINION, COMENTA QUE ESO AYUDARA A MEJORAR ESTE ESPACIO... GRACIAS