Cuando la gente vio que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm, en busca de Jesús. Al encontrarle a la orilla del mar, le dijeron: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?» Jesús les respondió: «En verdad, en verdad les digo: ustedes me buscan, no porque hayan visto signos, sino porque han comido de los panes y se han saciado.
Obren, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna,
el que les dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello » Ellos le dijeron: «¿Qué tenemos que hacer para obrar las obras de Dios? » Jesús les respondió: «La obra de Dios es que crean en quien él ha enviado.» Ellos entonces le dijeron:
«¿Qué señal haces para que viéndola creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: les dio a comer Pan del cielo.» Jesús les respondió: «En verdad, en verdad les digo: No fue Moisés quien les dio el pan del cielo; es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.» Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan.» Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed (Jn 6, 24-35).
Contemplación
Pan del Cielo. Sabe linda la frase de Jesús. Digo que “sabe” porque no es una mera imagen que Jesús imaginó. Nosotros saboreamos ese Pan del Cielo, en la Eucaristía, cotidianamente.
Aquellas primeras reflexiones del Señor con la gente en torno al pan, que San Juan convirtió en su contemplación del Pan de Vida, han pasado no solo por la mente de todos los que leen la Palabra sino también por la boca de todos los que hemos recibido la comunión en cada misa.
El Pan del Cielo es el que comieron nuestros padres: nuestra Señora, los Apóstoles, los primeros cristianos y todos “los que vivieron en tu amistad a través de los tiempos, Señor”, como rezamos en la plegaria eucarística: los mártires, los santos, las santas…
Centramos la mirada en Jesús y escuchamos con atención el diálogo que tiene con la gente. Creo que Jesús aclaró de entrada un posible malentendido. Un malentendido o un “poco entendido” que se repite a lo largo de las generaciones de cristianos. La gente probó su pan y le gustó. Se dieron cuenta de que era un pan distinto. Pero, como nos pasa a todos cuando encontramos algo valioso, querían manipularlo rápidamente, aún sin entender del todo de qué se trataba.
Y por eso Jesús tiene que ir explicando poco a poco y con muchas imágenes qué tipo de alimento es su Pan. A qué hambre y cuál sed va dirigido.
Se ve que no es algo fácil de digerir y de procesar, porque mucha gente no siente hambre de este Pan del Cielo. Y aún los que comulgamos diariamente, muchas veces no conectamos bien el alimento que se nos entrega y los hambres que tenemos. Sabemos que es algo bueno, sí. Pero puede ser que muchas veces nos quede grande: como un regalo demasiado hermoso que no sabemos dónde poner o cuando usar.
Sin embargo, la grandeza de la Eucaristía es en sencillez, no en complicación.
El Pan del Cielo es de una gran sencillez. Es como si nos regalaran agua, aire, luz y pan, en el preciso momento en que comienzan a escasear y sentimos la necesidad.
Al decir necesidad se vuelve más claro dónde puede ser que esté el malentendido. El Pan del Cielo no es un alimento perecedero, dice Jesús. No es un alimento que viene a llenar una carencia, a cubrir una necesidad. Los alimentos primarios, como el pan y el agua, sólo los valoramos mucho cuando tenemos gran necesidad. No es lo mismo decir pan en Los Estados Unidos de America que en África. Quizás recuerde alguno la película “Ser digno de ser” (“Vete, vive y hazte digno de ser”, le dice la madre a su hijo al desprenderse de él en el campo de refugiados de Sudán, para que vaya a Jerusalén con los judíos etíopes que Israel aceptó como ciudadanos en los años 60). Hay una escena en que están bañando a los refugiados y de pronto el niño, que tiene los ojos cerrados por el jabón, los abre y ve cómo se escurre el agua por la rejilla. Ahí se desespera y comienza a manotear tratando de tapar la rejilla, de retener el agua. Lo tienen que calmar entre varios y sacudirlo para que reaccione: “En Israel abunda el agua” le repiten; “hay agua, sobra el agua!”.
En la fiesta del Corpus, el padre Rossi nos contaba aquella experiencia tan fuerte del Padre Arrupe en Hiroshima, que le reveló: “el valor que tiene el Santísimo Sacramento cuando se ha estado en contacto familiar y prolongado con él durante la vida y sentimos la falta de él cuando no podemos recibirlo…
Relató el Padre Arrupe: Recuerdo a una muchacha japonesa de unos 18 años. La había bautizado yo tres o cuatro años antes y era cristiana fervorosa: comulgaba diariamente en la Misa de 6,30 de la mañana, a la que venía puntualmente todos los días. Después de la explosión de la bomba atómica, recorría yo un día las calles destrozadas, entre montones de ruinas de toda clase. Donde estaba antes su casa, descubrí como una especie de choza, sostenida por unos palos y cubierta con hojas de lata: me acerqué y quise entrar, pero un hedor insoportable me echó hacia atrás. La joven cristiana -se llamaba Nakamura- estaba tendida sobre una tabla un poco levantada del suelo, con los brazos y piernas extendidos, cubierta con unos harapos chamuscados. Las cuatro extremidades estaban convertidas en una llaga, de la que emanaba pus. La carne requemada apenas dejaba ver más que el hueso y las llagas. Así llevaba 15 días sin que la pudieran atender y limpiar, comiendo sólo un poco de arroz que le traía su padre también mal herido. Anonadado ante tan terrible visión no sabía qué decir. Al poco tiempo Nakamura abrió los ojos y, al ver que era yo quien estaba allí sonriéndole, mirándome con dos lágrimas en sus ojos y en un tono que nunca olvidaré, me dijo, tratando de darme la mano: ‘Padre, ¿me ha traído la comunión?’. Que comunión fue aquella, tan diversa de la que por tantos años le había dado cada día! Olvidando toda pena, todo deseo de alivio corporal, Nakamura me pidió lo que había estado deseando durante dos semanas, desde el día en que explotó la bomba atómica: la Eucaristía, Jesucristo, su gran consolador, al que ya hacía meses se había ofrecido en cuerpo y alma para trabajar por los pobres como religiosa. ¿Qué no hubiera yo dado por obtener una explicación de aquella experiencia de la falta de la Eucaristía y de la alegría de recibirla después de tantos dolores? Nunca había tenido la experiencia directa de una petición semejante ni de una comunión recibida con tanto deseo. Nakamura murió poco después”.
Deseo es la palabra que lo ilumina todo. Deseo, no necesidad.
La Eucaristía es alimento para esa dimensión del ser humano que no se sacia con nada que no sea espiritual. Todos los hombres y mujeres del mundo somos seres sedientos de este Agua, más que el niño africano de la película, pero no nos damos cuenta.
O más bien, no sabemos ponerle nombre a esa sed y a ese hambre. Erramos al vivir hambreados y probar todo tipo de sustitutos para calmar esa hambre que solo sacia el Pan del Cielo. La muchacha japonesa, Nakamura, sabía bien el nombre del alimento que podía calmar su hambre: “Padre, ¿me trajo la comunión?”.
Esa es la gracia que nos tiene que “explicar” Jesús. Mientras se nos da en la Eucaristía, una y otra vez, tiene que enseñarnos a conectar nuestras hambres con su Pan.
Y para eso no hay otra pedagogía que la de despertar e incrementar el deseo.
Lo cual no es fácil en un mundo que péndula entre los extremos de la saciedad y el hambre, el hiperconsumo y la miseria total.
El deseo no puede sobrevivir cuando es tironeado por estos extremos. A nuestros oídos la palabra “deseo” suena muy unida a necesidad, a satisfacción inmediata, a exacerbación… Allí es donde Jesús nos tiene que educar mostrándonos que hay en nosotros un deseo que no es de objetos. Es deseo de que unos Ojos nos miren, deseo de que la Persona que nos dio la vida y nos sostiene en ella nos hable con amor. Es deseo de ser alimentados con una Palabra buena y sabrosa como un Pan. Pero un Pan del Cielo: un Pan que se queda, un Pan que permanece, un Pan Compañero.
El Pan del Cielo es una Persona, la Persona de Jesús, y despierta en nosotros “hambre de más Jesús”. Es un hambre no sólo de recibir “algo”, sin de entrar en comunión con Alguien.
No es un Pan para estar fuertes para hacer cosas. Más bien es un Pan que se come para estar juntos, para celebrar una cena, para compartir vida de familia.
No se trata de “para qué me sirve comulgar” o de “cuantas veces hay que comulgar”. Se trata de pensar al revés: para que sirve todo lo demás si no es para entrar en comunión. Lo que no puedo convertir en Eucaristía es desecho. Lo que se puede convertir en ofrenda agradable para que el Señor la convierta en Eucaristía, eso sí vale.
¿Para qué sirve comulgar? Para que crezca mi deseo de comulgar con Jesucristo, Pan de Vida,
por quien tenemos acceso al Padre, en quien somos todos hermanos.
Comenzamos diciendo que la imagen “Pan del Cielo” tiene un sabor lindo. Jesús junta allí dos realidades que parecen opuestas: el pan parece cosa de la tierra, del trabajo del hombre, necesario para ser consumido y transformado en energía vital… El Cielo, en cambio, parece cosa espiritual, ausencia de necesidad, paz eterna… Sin embargo Jesús nos hace ver estas dos realidades juntas, unidas. Él es un Pan Espiritual, que da vida eterna. Y esa Vida del Cielo requiere un alimento cotidiano como el Pan, no es vida automática ni estática. Es vida compartida, es alimento y comunión no de cosas sino entre personas.
La dinámica del Pan del Cielo es la que, con su enérgica sencillez, pone en movimiento todo el universo y lo centra en Jesucristo. Pero esta dinámica nos la tiene que explicar Él, Jesús.
Sólo Él, puede hacernos arder de deseo el corazón mientras nos acompaña por el camino.
Sólo Él es capaz de despertar, con su ademán de irse, de pasar de largo, el deseo de que se quede.
Sólo Él es capaz de hacer surgir de nuestros labios esa frase feliz, apenas susurrada: “quédate con nosotros, Señor, que ya es tarde y anochece”. Sólo Él es capaz de partir el pan de tal manera que el gesto simple haga que se nos abran los ojos, como a los de Emaús. Sólo Él es capaz de desaparecer de nuestra vista y de ponernos en movimiento hacia la Comunidad: la Comunidad del Pan del Cielo. Esa Comunidad en la que las personas se alimentan de lo más personal como si fuera un Pan. Esa Comunidad en la que lo cotidiano se vuelve mágico, como dice la canción.
Esa Comunidad en la que lo fragmentario es absoluto y lo fugaz puede ser amado como eterno.
Esa comunidad en la que los servicios más terrenos son reflejo de lo más celestial. La Comunidad del Pan del Cielo, que cuanto más saciado tiene su hambre con más amor suplica diciendo: “Señor, danos siempre de ese pan”.
domingo, 27 de diciembre de 2009
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