
Heredó una inmensa fortuna: setenta millones de dólares. Pensó que con tanto dinero conseguiría todo lo que su alma deseaba.
Había quedado huérfana de madre a los cinco años de edad. Su padre nunca se interesó en ella. Fue criada por su abuelo materno, el magnate financiero Frederick Woolworth, de Estados Unidos.
Cuando Bárbara Hutton heredó tantos millones se creyó dueña del mundo. Se casó siete veces, y cada marido le quitó una millonada. Cuando murió a los sesenta y seis años, sola, vieja, abandonada y pobre, nadie estuvo a su lado, ni siquiera para cerrarle los ojos. La llamaron «la pobre niña rica».
El amor es algo que no se compra ni se vende por nada en este mundo; el tal amor que se vende y se compra no es amor. El que pretende dar amor a cambio de algo es un engañador y un seductor. El amor es un sentimiento espontáneo que brota del corazón como la flor silvestre de los campos. Es un acto altruista, una acción, si se quiere, irrazonable, un regalo sin compromisos, un don de Dios.
Dos niñitos escolares conversaban entre sí. Uno de ellos dijo:
—Tengo un amigo que me ama y quiero preguntarle por qué me ama.
—No seas tonto —le respondió el otro—. Podrás saber por qué te odian, pero nunca por qué te aman.
De esta manera, inmerecidamente, sólo por gracia, nos ama Dios. Y el amor de Dios no se compra. No se gana mediante penurias y sacrificios. No se recibe con lágrimas y ruegos. No nos viene por ser buenos. El amor de Dios es espontáneo, y se da a manos llenas a todo el mundo.
La muy famosa Bárbara Hutton —por quién sabe qué confusión o qué lucha interior o qué complejo de inferioridad— trató de comprar el amor cuando ya tenía, como el oxígeno que respiramos, el inmenso amor de Dios. Si hubiera experimentado ese amor divino, no habría sido necesario que hiciera el esfuerzo que hizo ni que gastara el dinero que gastó sólo para conseguir amor. Ya lo tenía, como lo tiene todo el mundo, como lo tenemos cada uno de nosotros, de parte de Aquel que ama sin condición ni precio.
Había quedado huérfana de madre a los cinco años de edad. Su padre nunca se interesó en ella. Fue criada por su abuelo materno, el magnate financiero Frederick Woolworth, de Estados Unidos.
Cuando Bárbara Hutton heredó tantos millones se creyó dueña del mundo. Se casó siete veces, y cada marido le quitó una millonada. Cuando murió a los sesenta y seis años, sola, vieja, abandonada y pobre, nadie estuvo a su lado, ni siquiera para cerrarle los ojos. La llamaron «la pobre niña rica».
El amor es algo que no se compra ni se vende por nada en este mundo; el tal amor que se vende y se compra no es amor. El que pretende dar amor a cambio de algo es un engañador y un seductor. El amor es un sentimiento espontáneo que brota del corazón como la flor silvestre de los campos. Es un acto altruista, una acción, si se quiere, irrazonable, un regalo sin compromisos, un don de Dios.
Dos niñitos escolares conversaban entre sí. Uno de ellos dijo:
—Tengo un amigo que me ama y quiero preguntarle por qué me ama.
—No seas tonto —le respondió el otro—. Podrás saber por qué te odian, pero nunca por qué te aman.
De esta manera, inmerecidamente, sólo por gracia, nos ama Dios. Y el amor de Dios no se compra. No se gana mediante penurias y sacrificios. No se recibe con lágrimas y ruegos. No nos viene por ser buenos. El amor de Dios es espontáneo, y se da a manos llenas a todo el mundo.
La muy famosa Bárbara Hutton —por quién sabe qué confusión o qué lucha interior o qué complejo de inferioridad— trató de comprar el amor cuando ya tenía, como el oxígeno que respiramos, el inmenso amor de Dios. Si hubiera experimentado ese amor divino, no habría sido necesario que hiciera el esfuerzo que hizo ni que gastara el dinero que gastó sólo para conseguir amor. Ya lo tenía, como lo tiene todo el mundo, como lo tenemos cada uno de nosotros, de parte de Aquel que ama sin condición ni precio.
Recibamos el amor inmensurable de Dios. Digámosle con el alma: «Te necesito, Señor.» El instante en que nos apropiemos de su gracia bendita, dejaremos de ser engañados por quienes nos ofrecen, a cambio de algo preciado, un amor fingido.
Como dice ese cantico tan bonito: Hermanos...amemonos unos a otros, porque Dios es amor, y cada uno a nacido de Dios.
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarGracias me alegra saber que son de tu agrado...Bendiciones y sigue leyendome que tengo mucho para exponer...
ResponderEliminar